«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», aseveró en algún momento Ludwig Wittgenstein. El filósofo y lingüista austriaco quiso consignar que la capacidad de hacer y de vivir está estrechamente ligada al potencial de producción verbal de una persona, estableciendo así una relación casi inseparable entre la existencia y la lengua. En este orden de ideas, nuestro mundo se crea y desarrolla a la par de nuestro lenguaje.
La situación actual que se vive en el país nos ha dejado una serie de locuciones que proponen pensar la dimensión de ese mundo en el que nos estamos desarrollando. Por un lado, con el Presidente persistiendo en un lenguaje que, a percepción de muchos, raya en lo peyorativo y, más que calmar los ánimos, pareciera incendiar las emociones de un sector de la población; por otro, en medio de la diversidad de demandas y la necesidad que estas sean amplias, con soluciones que abarquen a todos, han aparecido conceptos terminados en -azo, entre ellos: el “perdonazo”.
La creación de conceptos con el sufijo -azo, -aza es una de las tendencias lingüísticas más recurrentes en la actualidad, por su facilidad de aplicación. Dicha partícula tiene, en principio, un carácter aumentativo, no solo en la cantidad, sino de la cualidad. Por tanto, cualquier idea terminada en -azo o -aza no solo propone la posibilidad de que sus dimensiones se expandan, sino que sus características sean igualmente intensificadas. Así, al crear estos vocablos, debemos pensar qué es lo que estamos agrandando. En este caso, el perdón, según una definición oficial, además de ser “acto de perdonar”, es la “remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente”. Entender que el perdonar funciona sobre la base de la preexistencia de una “obligación”, de la ocurrencia de una falta, atribuye a quien concede este indulto un halo de bondad, al estar eximiendo a alguien de sus penas merecidas, mientras que a quien lo recibe lo sumerge al agradecimiento y la obligada aceptación.
Bajo las circunstancias actuales, denominar “perdonazo” a la condonación de las deudas, o llamar a un “perdonazo” general para las tarifas del TAG, demuestra un mundo que se ha concebido bajo las lógicas de la grandilocuencia y masividad como única forma de solucionar los problemas, como si solamente aquello que se evidencia en magnitud es lo que tiene efecto. Exigir un perdonazo es responder a una dinámica de ofertones de medidas que pareciera estar tomando el Gobierno, y no detenerse a pensar el fondo del problema. Dejar de lado la declamación inflada, permite enfocarnos en el meollo del asunto: plantear una educación pública de calidad, o al menos una cuyos costos sean accesibles a todos los habitantes. Aclamar con estos “consignazos”, es confiar en que la grandilocuencia es la solución de los problemas. En cambio, ampliar los límites de nuestro lenguaje a los argumentos sensatos que se ajustan a la problemática real, permitirá levantar un mundo donde nos expresemos desde la dignidad.