El fin de semana pasado fui a jugar fútbol por mi equipo. Perdimos 4 a 3 a último minuto. Nos fuimos al camarín mascando la rabia, pero sabiendo que no era la primera ni sería nuestra última caída. Es más, en 2018 estuvimos al fondo de la tabla y las derrotas abundaban mucho más que las victorias. Pero ni en esos momentos vimos lo que nos pasó el domingo.
Dos compañeros entraron cabizbajos al camarín. Uno le recriminó a otro un mal despeje. El otro le alegó por un foul innecesario cerca del área y comenzaron a acercarse más, y más, y más. Sus caras se enrojecieron y empezaron los pechazos. Y de ahí los combos. Y los rodillazos. Unos trataron de separar. Lo que nunca había pasado en el equipo, ocurrió. De ahí vino el silencio, la ducha fría, alguna talla para tratar de distender. Nada sirvió.
Ese día nos fuimos callados, molestos, tristes. En el auto pensaba en qué nos habíamos equivocado, en qué habíamos fallado, qué no vimos venir, cómo es que dejamos que la tensión acumulada nos explotara así, de esa manera, en la cara. Para uno de ellos, el que sacó la peor parte, literalmente en la cara.
Nos volvimos a encontrar el martes. Estuvimos hablando durante una hora y media. Cada uno de los integrantes del plantel expuso su punto de vista. Yo dije algo así: nos convertimos en un equipo presionado, donde todos nos gritamos, donde no nos tenemos paciencia, donde no valoramos los aportes que puede hacer cada uno al conjunto, sino que sólo reparamos en sus falencias, en sus errores, en lo que no nos ayuda a nuestro éxito. Eso dije.
Luego, ya en la soledad de la ruta a la casa, me puse a pensar en por qué llegamos a eso. Probablemente fue porque nos entusiasmamos, porque nos gustó que en la temporada pasada peleamos hasta el final el título y dejamos de ser los más malos de la liga, y fue rico que nos respetaran y hasta nos temieran. Pero en el camino nos olvidamos de lo importante. Nos olvidamos que llegamos a ese sitial porque trabajamos juntos, porque corríamos todos con un mismo fin, porque trancábamos hasta que no nos quedaban piernas y pedíamos cambio, y los de la banca esperaban con una botella de agua al que salía, porque todos nos sentíamos parte de algo más importante.
A lo mejor algo parecido le ha pasado a Chile. Hubo una época en que fuimos los más malos, en que nos apocábamos ante el del lado, en que no nos imaginábamos que era posible ser el mejor en algo. Pero aprendimos y aprendimos, y nos entusiasmamos, y gozamos del respeto y no nos dimos cuenta que en el camino iban quedan heridos, lesionados, personas que no estaban en condiciones para pelear, para jugar y no nos importó, porque estábamos todos en una carrera donde el éxito lo era todo. ¿Y el costo? ¡qué importa el costo!
Ojalá que de esa pelea mi equipo saque la lección y entienda que cuando nos va bien tenemos que velar para que a todos nos vaya bien; y que cuando las cosas van mal, todos debemos remar para que nos vuelva a ir bien, porque juntos somos mejores que separados.